He sido un grandísimo seguidor desde mi infancia del fútbol en
general y del español en particular. Recuerdo a los 10 años estar pegado
al transistor escuchando la jornada entera con ocho partidos
simultáneos, en los que se cantaban goles a diestro y siniestro saltando
de un campo a otro con la incertidumbre por varios segundos de saber
cuál era el equipo que había marcado. Me encantó el Barça de Schuster y
Maradona, el dream team de Cruyff y el de Guardiola con Messi; el Madrid
de la Quinta del Buitre y el de Zidane con los galácticos; el Milan de
Sacchi, Gullit y Van Basten, y, obviamente, la selección del genial Luis
Aragonés y Vicente del Bosque. He admirado a multitud de jugadores sin
importarme el escudo que llevaban en su camiseta.
Durante todo ese tiempo nunca me supe el nombre del árbitro ni de sus
auxiliares, ni quién presidía la federación española, la FIFA o la
UEFA. No recuerdo que hubiera neveras donde meter a los árbitros ni
sabía cuánto medía el césped ni que un equipo era perjudicado por jugar a
las 20.00 y su rival a las 22.00 o viceversa. Consumía mucha prensa
deportiva. Me gustaba estar al día e informarme.
Todo eso se acabó. Ya no me pongo nervioso ante un clásico ni aparco
ningún plan para ver a mi equipo. Estoy cansado y desilusionado, se ha
perdido esa magia. Puede que me esté haciendo mayor, pero es que hay
muchas cosas que me parecen lamentables.
En estos últimos días hemos visto cómo a un jugador le tiraban un
mechero a la cabeza y cómo un partido se suspendía 20 minutos porque un
espectador lanzaba al campo un bote con gas lacrimógeno. A veces tengo
la sensación de que desde el salón de mi casa estoy observando un
espectáculo digno del coliseo romano con el público en busca de sangre
jaleando a sus héroes, insultando al equipo rival, jugadores pegando,
escupiendo, engañando, fingiendo, protestando... Estoy seguro de que si
soltásemos a la estrella del equipo rival en medio del grupo más radical
no sale vivo de ahí. Algún día pasará algo grave, no tengo duda. A la
cabeza me vienen las imágenes de hace poco de las gradas en un partido
en Honduras. No estamos tan lejos de eso.
He perdido la ilusión de que el partido se acabe en el minuto 90.
Ahora duran una semana, alimentados por infinidad de periódicos
deportivos, tertulias en televisión y programas de radio con sus
respectivos polemizadores y agitadores de masas. Muchas veces no me
siento informado sino manipulado, y eso no me gusta. A la que escucho o
leo la palabra árbitro, apago la tele o dejo de leer. El acoso al que
son sometidos los jugadores es muy grande, llegando al punto de que
tienen que hablar entre ellos con la mano en la boca, ya que hoy en día
puedes dar por hecho que habrá especialistas en leer los labios.
La masacre al colectivo arbitral es brutal. Yo no sé cómo hoy en día
hay gente que quiere ser árbitro profesional. Está claro que se
equivocan igual que nos equivocamos todos en el día a día en nuestro
trabajo, pero la ayuda que reciben por parte de los jugadores (algunos)
es nula. Les intentan engañar, simulan, fingen, se tiran, levantan los
brazos siete u ocho del mismo equipo para pedir un saque de banda, le
rodean para reclamar una tarjeta al rival. Lejos de terminar ahí la
cosa, tienen por delante toda la semana para aguantar al pontificador de
turno con la portada de su periódico masacrándole llamándole chorizo y
corrupto a la cara sin que aquí pase nada.
Tampoco les ayuda el sistema. Hoy en día hay tecnología que les haría
las cosas mucho más fáciles no solo durante sino después del partido,
que ayudaría a que los jugadores no simularan ni engañaran. Aquí se
castiga más una caricia al rival con siete vueltas de campana incluidas
que mandarle al quirófano y dejarle ocho semanas en el dique seco.
En estos días siento admiración hacia entrenadores como Escribá o
Valverde, casi siempre intentando quitar hierro y no cayendo en el
victimismo habitual de la mayoría de sus colegas. Me encantaría ver
jugadores reconociendo que el rival ha sido mejor y que el árbitro de
hoy les ha beneficiado, pero no es fácil de encontrar.
Para mí los partidos son 90 minutos, más allá de las tertulias de bar
que puedes tener con tus amigos, y que de cada vez me da más pereza lo
que sucede entre partido y partido. Todo lo que he contado ha conseguido
desengancharme. De cada vez disfruto más con el carrusel de la Premier y
la Bundesliga, donde los campos están llenos y animan sin parar a su
equipo, los jugadores (la mayoría) corren, caen, se levantan y no
protestan.
Ojalá volvamos a eso en este país, pero lo veo difícil.
Artículo: http://deportes.elpais.com/deportes/2014/02/17/actualidad/1392659489_335926.html
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