La rutina de los hechos aislados de racismo




Quizás, el problema del racismo en el deporte se explique por sí solo y por ello en la explicación esté realmente el problema: frustración, marginalidad, la guarida segura de la masa, la sobreexcitación, el imperio del subconsciente... Inevitablemente, en esos rasgos psicológicos y sociales se acotan los comportamientos racistas de los aficionados deportivos, más acentuado en los deportes de masas de cada país, pero nada ajenos en deportes minoritarios. Establecida la explicación, la gobernanza del deporte se siente más tranquila, ya aliviada, y las medidas se relajan porque a fin de cuentas el fútbol, por ejemplo, es un deporte de masas y todos sabemos cómo se comportan las masas enfurecidas o eufóricas. En ese catálogo de explicaciones, la apelación a que el fútbol no es sino la manifestación diaria de los problemas de la sociedad es un escudo capaz de resistir los embates de cualquier excaliburque atente contra eso que viene llamándose pasión, tantas veces convertida en locura.

El plátano que le lanzaron el pasado domingo al barcelonista Dani Alves en El Madrigal (Vilareal) vendría a ser la fruta madura caída por su propio peso del árbol de la ignorancia y de la exaltación. Un hecho aislado, coletilla que funciona como un bálsamo relajante frente a la hinchazón del espectáculo. El problema es que la historia está llena de hechos aislados. Basta pinchar cualquier servidor de noticias en Internet para comprobar la rutina de los hechos aislados. Y ahí solo aparecen los censados o los publicados, bien por la gravedad del hecho, bien por la trascendencia del personaje, del país o del deporte en el que ocurre. Aún así, se trata de una rutina enciclopédica.

En ello compiten el anónimo lanzador de plátanos (siempre es mejor la honrosa fruta que el afilado cuchillo) con un magnate de pro estadounidense, Donald Sterling, propietario de la franquicia de Los Ángeles Clippers en la NBA, que agrede a los negros en los comentarios a su novia en un deporte en el que los negros dominan históricamente el cotarro y soportan el poderío del espectáculo. A Sterling le enseñaron ayer la puerta de salida, señal de los diferentes tratos que tiene la lucha contra el racismo en una cultura y en otra.

La actitud de la Comisión Estatal Contra la Violencia y el racismo es indolente y deja hacer”, aseguraba Esteban Ibarra, miembro del Observatorio contra el Racismo y del Movimiento contra la Intolerancia, refiriéndose al caso español. Su sentencia es demoledora: “Se trata de tapar todo lo que se pueda”, algo que en el subconsciente colectivo español recuerda a las decisiones en la lucha contra el dopaje.

La FIFA, el máximo organismo futbolístico mundial, fue aún más lejos. El futbolista del Milan Kevin Constant, francés de origen guineano, se hartó de recibir insultos racistas en un partido amistoso contra el Suassolo este verano y decidió abandonar el campo. La FIFA le reprendió porque “eso no es una solución a largo plazo”, y lo mismo dijo el administrador delegado del Milan, Adriano Galliani: “Todo es muy lamentable, pero no se puede abandonar el campo”. O sea, Constant hizo mal por pretender abandonar el circo romano asediado por los leones del racismo. Su entrenador terció y fue sustituido.

No ha sido el único. En España, Eto’o, cuando militaba en el Barcelona, se retiró del estadio de La Romareda harto de que le llamaran mono e imitaran los sonidos de los simios. Ronaldinho le siguió, pero finalmente el árbitro y el entrenador, Frank Rijkaard, también negro, les convencieron para que regresasen al estadio y concluyeran el partido. Nadie, sin embargo, desalojó a los racistas de la grada. Y así, la rutina de los hechos aislados va escribiendo líneas y más líneas en la historia universal de la infamia.

La única noticia que existe de la Comisión Anti-Violencia (así conocida para ahorrar palabras) es la que se produce ante cada jornada deportiva declarando uno o dos partidos de “alto riesgo”. Lo que suceda después es jurisdicción arbitral, de los vigilantes de seguridad o de las fuerzas de orden público. Cuando Eto’o en una segunda ocasión lanzó el balón a la grada, harto de nuevos insultos racistas, fue sancionado con 6.000 euros. No consta que el orfeón racista sufriera sanción alguna. Nyom, del Granada, fue sancionado con tarjeta amarilla cuando hizo lo mismo, “por desconsideración con el público”.

Los grupos ultras encuentran en el fútbol lo que más ansían: una masa como guarida, una repercusión social monumental, un desierto para que se expansione el subconsciente y una impunidad generalmente manifiesta o con penas tan leves que más que intimidar, alientan. Además, en el campo de juego los equipos se identifican como enemigos y por lo tanto el vandalismo adquiere el valor de defensa de lo propio frente a lo extraño. Los grupos ultras se definen principalmente por tres aficiones: la violencia, el racismo y la homofobia. El fútbol es un recipiente adecuado para guardar la pólvora. En los campos predomina un lenguaje carpetovetónico que habla de fútbol viril, que señala al futbolista sutil porque juega como una señorita o define el fútbol femenino como algo que no es fútbol ni femenino. Racismo, violencia y homofobia se dieron cita en la corta vida de Justin Fashanu, el primer futbolista negro por el que se pagó un millón de libras de traspaso, a cargo del Tottenham. Al cabo de un tiempo, Fashanu reconoció su homosexualidad y fue acusado en EE UU por un joven de haberle agredido. Se suicidó poco después de ser absuelto al considerar “que ya había sido acusado y juzgado”.

Las normativas antirracismo son aparentemente duras, pero los juicios son escasos. Unas veces, la masa protege al agresor, otras veces la masa es incontrolable. El fútbol se santifica con acciones rápidas como la del Villarreal, identificando y sancionado al lanzador de plátanos, pero ¿qué sucede cuando el delincuente es un grupo que no lanza plátanos sino insultos? La connivencia de muchos dirigentes con los grupos ultras, entendidos como supporters cuando en muchos casos se trata de hooligans, está en la base del conflicto. Una vez más, el fútbol se acoge a la política de hechos aislados.Y qué sucede cuando el hombre de bien llama “negro de mierda” al futbolista que acaba de hacerle un gol a su equipo y luego culpa a la sobreexcitación de su pérdida de consciencia... El negro de mierda, como se refería Luis Aragonés a Thierry Henry, pretendiendo motivar a Reyes para el inmediato partido, “es una forma de hablar”, otro recurso recurrente para explicar lo imposible. Pero el lenguaje casi nunca es inocente.

Las campañas publicitarias se suceden. La UEFA y la FIFA, los dos organismos deportivos más importantes, no se cansan de apelar a la lucha contra el racismo. Ayer, la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, que organizará el próximo Mundial de fútbol, señaló que el papa Francisco enviará un mensaje contra el racismo que será leído por un jugador brasileño antes del partido inaugural. “A partir de ahora todos somos monos”, dijo Rousseff asumiendo el mensaje de la campaña lanzada en las redes sociales por el futbolista brasileño Neymar, compañero de Alves en el Barcelona.

Pero entre las palabras y los hechos reina un desierto. Las normativas son laxas y la actitud de los responsables deportivos se mueve entre la dejadez y el temor al estallido del fútbol o de otros deportes mayoritarios. La parálisis por análisis es evidente. El deporte no ha sabido enfrentarse ni al racismo evidente ni al racismo latente. Ni Hitler ni Roosevelt dieron la mano a Jesse Owens tras los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, en ambos casos por la misma razón: era negro.


Artículo: http://sociedad.elpais.com/sociedad/2014/04/29/actualidad/1398803031_185561.html

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