Cuando se cumplen 50 años desde que se permitiera competir a las atletas en el Campeonato de España por primera vez, las pioneras cuentan por qué y cómo se hicieron deportistas durante el franquismo
Una tarde de otoño de 1964, Mayte Montes viaja tranquila en el metro
cuando se ve rodeada de mujeres y hombres, personas desconocidas, que la
saludan. “Tú eres esa que sale en el NO-DO, ¿no? Esa que hace atletismo…”,
le dicen a la joven, que tiene apenas 18 años, que regresa a su casa,
en Embajadores, sudorosa y sucia de una sesión de entrenamiento en la
pista antigua de la Ciudad Universitaria y descubre que no solo es un
bicho raro, ¡una chica que hace atletismo!, sino también una celebridad
gracias a la pantalla que semanalmente emite un resumen de la actividad
atlética.
“La verdad es que éramos muy pocas las que en España hacíamos
atletismo entonces”, recuerda Mayte Montes, especialista en vallas
altas, que empieza el recuento por su hermana gemela, Merche, presente
en la conversación (“yo pasé más tarde de la natación al atletismo”,
explica esta), y sigue con Carmen Paredes, Julia Torres, Bettina, La Alemana,
Merche Morales, Pilar Pardo, la jabalinista, María Luisa Consegal, de
Cataluña, hermana de Miguel el pertiguista… “Fuimos las pioneras”.
Pioneras de verdad, y no exageran las hermanas, que viven en lo que
antes se llamaba el Madrid castizo y ahora es el más mestizo, Lavapiés,
jubiladas después de trabajar toda su vida en el gimnasio Atenas dando
clases de natación. Casi sin saberlo, las gemelas, y un puñado de
jóvenes más, rompieron un tabú, el que, dictado por los mandos de la
Falange y la Sección Femenina, determinaba que las mujeres no podían
practicar deportes que atentaban contra su naturaleza. “A nosotras no
nos llamaba la atención en absoluto el que no hubiera campeonatos
femeninos. Pensábamos que si era así era lo lógico”, dicen. “No éramos
conscientes de lo que significábamos”.
En agosto se cumplirán exactamente 50 años de los primeros
Campeonatos de España de atletismo en los que se permitió la
participación de mujeres después de la Guerra Civil.
Se celebraron en el estadio de Montjuïc. Era la quinta edición, 28 años
después de la cuarta, la de 1935. En ellos, Mayte Montes terminó
segunda en los 80 metros vallas (“pero gané en el 65, ¿eh?”, dice.
“Tenía muy buena técnica pero era lenta. Habría sido mejor fondista, y
hasta participé en un cross ayudada por Arizmendi y Mariano Haro…”).
“Nosotras éramos nadadoras, del Canoe, y nos entrenábamos en la Blume,
que se llamaba Moscardó, y allí estaban los atletas masculinos”,
recuerdan las gemelas. “Y un día vino Lombao, Bernardino Lombao, que
quería hacer un equipo femenino de atletismo, y nos reclutó para el
CAU”.
En aquella España el atletismo estaba prohibido para las
mujeres. “Los gerifaltes contaban la historia todos de María Torremadé,
la mejor atleta de la posguerra, una catalana que batía todos los
récords y que a los pocos años se hizo una operación de cambio de sexo y
se convirtió en Jorge, y todos concluyeron entonces que es que el
atletismo hacía marimachos de las mujeres, y lo prohibieron”, dice
Lombao, el impulsor del atletismo femenino, recordando un caso de
hermafroditismo de los años 40 similar al de la sudafricana Caster Semenya.
Con eso de que las atletas eran marimachos no estaban evidentemente
de acuerdo los aficionados que llenaron las gradas del estadio
Vallehermoso de Madrid en 1962 para ver, en aquellos años de todas las
hambres, de todos los sueños, los Juegos Iberoamericanos. “Había atletas
femeninas de todos los países, de Cuba, de Brasil, de Argentina, de
Chile… menos de España”, recuerda el mediofondista Jorge González Amo,
una de las figuras de entonces. “No nos perdíamos sesión. Para nosotros
era la única oportunidad de ver piernas de chicas en pantaloncitos
cortos”.
Aquellos Iberoamericanos sin españolas fueron el detonante del
cambio, recuerda Lombao, quien ya para entonces, bendito él entre las
mujeres, se había sacado en Formia, el centro de atletismo italiano, el
título de entrenador femenino en una convocatoria a la que solo estaban
invitadas mujeres y en la que se coló al regreso de los Juegos del
Mediterráneo del 59. “José María Cagigal, el fundador del INEF, yo y
otros tantos pensábamos que había que arreglar ese problema en España”,
dice. “Y pusimos en marcha nuestro plan. Hablamos con Pilar Primo de
Rivera, la jefa de la Sección Femenina y organizamos cursos en la
Almudena”. Les dieron el visto bueno, pero no para todas las pruebas,
pues el gran miedo, la gran teoría de entonces fascista, era que había
ejercicios que ponían en peligro la maternidad, el destino sagrado de
las mujeres, y las prohibieron, porque, así decían, eran peligrosas para
la pelvis.
Cuenta Lombao, que entonces andaba por los 25 años,
que acudieron a las facultades y convocaron a todas las alumnas de
Selectivo (el primer curso universitario) a unas pruebas en el Palacio
de los Deportes. Las engañaron diciendo que era obligatorio para entrar
en los campamentos universitarios, y lograron seleccionar a 65 chicas,
con las que empezaron a organizar campeonatos bajo la égida del SEU, el
sindicato falangista que controlaba las actividades universitarias.
“En España los únicos deportes que existían entonces eran el fútbol,
el boxeo y el ciclismo. No había más. La Universidad era el único ámbito
en el que había dinero para el atletismo, y en los colegios, en los
Juegos Escolares, para los deportes de equipo, el balonmano, el
baloncesto, el balonvolea. Solo en los centros extranjeros, como el
Liceo Francés o el Colegio Alemán, o en otros como el SEK, hacían
atletismo y deporte las chicas”, dice Lombao, quien hacía de todo
entonces, y no solo entrenar y enamorar a sus jóvenes pupilas —se casó
con Pilar Pardo, Maripi, lanzadora de jabalina—, también hasta
se encargó de ir a una tienda de deportes de Cea Bermúdez para diseñar
los pantalones de competición.
“Hasta entonces se hacía deporte
con falda-pantalón y pololos, y cosas de esas”, dice. “Y se trataba de
buscar pantalones que en vez de a la moral respondieran a las
necesidades de rendimiento, con los que compitieran cómodas”. Por
entonces, las instalaciones deportivas tampoco estaban pensadas para
mujeres. “Recuerdo que solo había vestuarios para chicos, y a nosotras
nos metían en cuartos que habilitaban como fuera”, dicen. “Y muchas
veces nos teníamos que llevar cortinas de plástico de casa para poder
tener algo de intimidad y tapar las ventanas, pues nos decían que
siempre había chicos espiando”.
“Nosotras hacíamos deporte en Bilbao porque nuestro padre, que solo
tenía hijas, era un forofo de la práctica deportiva”, recuerdan las
gemelas Montes. “Aprendimos a nadar solas de chiquitajas y sin dirección
técnica ni nada nos lanzamos a participar en las travesías al aire
libre. Y un día que quedé tercera, el Correo me ensalzó muchísimo, y fui después a apuntarme a un club, y allí empecé”, dice Merche Montes.
Ninguna
de las dos hermanas llegó a participar en unos Juegos Olímpicos, ni, de
hecho, ninguna mujer hasta que en 1976, en Montreal, Carmen Valero
rompió la norma. Ambas gemelas se retiraron a los 21 años, antes de los
Juegos de México. “No se podía ser profesional del atletismo como ahora.
Estuvimos en el CAU y luego en el Atlético de Madrid, donde daban una
beca que entonces suponía dinero”, dice Mayte. “Mi marido, además, era
jugador de balonmano del Atlético, José Manuel Cabo, y alentaba que
siguiera con el deporte, pero entramos de entrenadoras en el Atenas y
entonces se decía que el agua y el atletismo eran incompatibles, y lo
dejamos”.
Cuando ellas lo dejaron, la figura del atletismo femenino español, la
gran imagen de los tiempos, se llamaba Sagrario Aguado, y saltaba
altura, entrenada, claro, por Lombao. “Empecé de purita casualidad. Una
de mis hermanas iba a ayudar al antiguo SEU y un día les dijo que a mí
me gustaba mucho el deporte y le dijeron: ‘pues que venga y le hacemos
una prueba’. Me fui a la antigua Almudena y estaba Lombao con un grupo
de universitarias. Estaban las Montes, Pilar Pardo, Mari Carmen Paredes,
María Jesús Sanz… Yo tenía 16 años”, dice Aguado, que llegó a saltar
1,73m (dos centímetros más que su altura) y jugó también bien al
baloncesto.
“Nos entrenábamos solo chicas, pero como estábamos en
un club, primero en el CAU y luego en el Atlético de Madrid, nos
mezclábamos con los chicos y nos lo pasábamos fenomenal. Viajábamos y
ahí el que más tenía era un 600 y volvíamos en autoestop”, recuerda.
Como las gemelas Montes, Sagrario se entrenaba dos horas al día, cuatro
días a la semana, y como ellas soportaba estoicamente los plantones de
Lombao. “A mí no me han hecho un reconocimiento médico en la vida. Las
condiciones ahora son maravillosas, pero entonces no era así. Yo he
saltado sobre sacos de tierra”.
Pese a que entonces la norma era en España que la mujer dejaba de
trabajar cuando se casaba, aquello de que su sitio estaba en la cocina,
Sagrario Aguado se casó y siguió siendo atleta. “Batí mi último récord
de España ya casada. Luego me quedé embarazada. Después del primer niño
[Nacho, también atleta] volví y luego me rompí el menisco. Fui al
campeonato de España y ahí ya estaba Isabel Mozún, que era buenísima
porque ella doblaba. Yo botaba mucho, pero técnicamente… Y ahí ya pensé:
‘se ha acabado mi historia’. Lo dejé poco a poco y no me dio ninguna
pena”.
Los deportistas de la época, y lo reconocen se hable con
quien se hable, eran unos privilegiados: podían salir de España y
conocer la libertad, la democracia, en otros países. También la
saltadora Aguado. “El atletismo era donde me lo pasaba bien y en ese
momento daba muchas oportunidades. Tenías la posibilidad de viajar algo,
estar con chicos… Tenías algo de libertad, aunque siempre viajaban las
comisarias políticas de la Sección Femenina... Si estaba fuera
compitiendo nadie pensaba nada, pero luego volvías aquí y tenías que
estar en casa a las diez de la noche y estaba supercontrolada. En
España, entonces, una mujer con chándal y de atletismo era una
marimacho”.
En los Juegos de México sucedieron todas las maravillas, hasta un
saltador de altura que se atrevió a entrarle al listón de espaldas. Se
llamaba Dick Fosbury y ganó. Su buena nueva corrió como la pólvora, y
llegó también a España. “Yo saltaba a rodillo como todo el mundo.
Después de México 68, como yo me entrenaba con Lombao y era un loco de
la vida empezamos a probar el Fosbury en la piscina
universitaria porque no había fosos. Poníamos una toalla y yo caía a la
piscina. El primer foso lo importó él de Italia. Fui la primera en
España. Saltaba como Dios me dio a entender. Ahora veo a Beitia y se me
cae la baba”, dice. “Pero pese a todos mis esfuerzos, no llegué a ser
olímpica. Me perdí los Juegos de Múnich por un centímetro”. Ese mismo
año, en otro torneo, vio a la búlgara Blagoeva batir el récord del mundo
en 1972 y ella acabó en el podio: “Ella saltó 1,94m y yo me quedé en
1,65m”, se ríe.
Los Juegos son la espinita de una mujer que compitió por medio mundo, en la Universiada, Copa Latina, Juegos Mediterráneos,
encuentros en Dinamarca, Bélgica, países nórdicos..., y que compaginaba
los entrenamientos con la Universidad y con un trabajo en una
financiera. Ella, como las hermanas Montes y tantas otras, se atrevieron
hace 50 años a romper el tabú de que las mujeres no podían ser atletas.
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