Javier Fernández saltó a la pista de hielo y abrió los brazos para
saludar al público. Era el 19 de diciembre de 2010, la quinta vez que se
presentaba al Campeonato de España, y en el Palacio de Hielo del Fútbol
Club Barcelona todos pensaban que él, por segundo año consecutivo,
sería el número uno. Vestía un ajustado pantalón marrón y una camisa
blanca con volantes. La banda sonora de la película Piratas del Caribe comenzó a escucharse
y a lo largo de cinco minutos intentó hacer sus mejores saltos y
piruetas, al estilo del borracho capitán Jack Sparrow. Pero no pudo
evitar caerse en dos ocasiones. Durante el calentamiento se había
resbalado y, al tratar de amortiguar el golpe con la mano derecha, no
pudo evitar hacerse una pequeña herida. Permaneció en la enfermería unos
20 minutos y su cuerpo se enfrió. Por eso volvió a la competición
mascando nervios e inseguridad. La gente celebró en las gradas su
participación, pero mientras él esperaba la valoración de los jueces, su
abatido rostro encarnaba el anhelo frustrado. Porque sabía que el
triunfo se le había escapado.
“Soy consciente de que no siempre se puede competir bien. Lo entiendo
y no me voy a rendir por tener una mala actuación. Ese año no me
importó perder, pero sí que lo hiciera mal”, reflexiona ahora, dos años y
medio después de aquella derrota, el español que ha obtenido los
mejores resultados en toda la historia del patinaje artístico sobre
hielo: oro en el campeonato europeo y bronce en el mundial.
Javier Fernández López tiene 22 años, unas piernas y unos brazos
macizos, la piel blanca, los ojos miopes y tímidos, la sonrisa traviesa y
dos granos en la frente. Vive en Toronto (Canadá), pero ha venido a su
Madrid natal para pasar unos días con su familia. Son las dos de la
tarde de un lunes reciente y ha llegado a La Nevera, como se conoce a la
pista de hielo de Majadahonda, con una amplia bolsa de supermercado en
la que guarda su ropa de entrenamiento y sus patines, atuendo con el que
más tarde posará para el fotógrafo. Al fondo, entre carteles de
publicidad, se alcanza a leer en letras azules una frase de Om Shanti:
“Quien está limpio de corazón, ríe”. Y en un extremo del lugar, Javier
Fernández tiene la nariz roja y se frota las manos. Porque dentro de La
Nevera, cómo no, hace frío.
Han pasado 16 años desde la primera vez que se puso unos patines. Y
tal vez no lo habría hecho si un día no hubiera acompañado a su hermana a
sus clases de patinaje y ella no lo hubiera convencido de que era un
chico capaz de desafiar al hielo. Era un niño de seis años, tenía un
poco de miedo y, la verdad, no estaba seguro de que esto fuera lo suyo.
Probó el fútbol, el tenis y el ciclismo. Y ya en la pista de hielo
tanteó el hockey. Pero si tenía facilidad para las piruetas y los saltos
y si era capaz de girar en el aire y de aterrizar sin problema (incluso
sobre un solo patín), ¿a qué esperaba para centrarse en el patinaje
artístico? Poco a poco fue sintiéndose a gusto en los entrenamientos y
cuando supo que nada lo entusiasmaba más que este deporte, se propuso
ser el mejor.
Tenía talento. Pero le faltaba disciplina. Carolina Sanz, una de sus primeras entrenadoras,
lo mandaba varias veces al banco, castigado. Y sus compañeros le decían
“lagartija.” Porque no paraba quieto. “Siempre estaba haciendo
trastadas, nunca dejaba de hablar, de hacer travesuras… como una
lagartija, que no se puede estar quieta”, recuerda ahora. Entre una cosa
y otra, entre las reprimendas y los ratos en el banco, trabajaba el
equilibrio, la elasticidad y la potencia. Tenía que domar la pista
arrogante. Patinaba una hora, dos, incluso tres, y el dolor en los
tendones no debía ser motivo para desistir. Era cosa de acostumbrarse. Y
él ya se estaba acostumbrando.
En el cole, durante el recreo, el tema salía: “Voy a ser patinador”.
Sus amigos lo miraban de reojo: “Eso déjalo para las chicas”. Nunca le
importó ese tipo de comentarios. Él seguía yendo a los entrenamientos,
como quien va a un templo para reconfortarse, acompañado por su madre.
Pronto Javier, ya en edad de “irse de niñas” o a “una fiestuki”,
reflexionó: “No soy muy buen estudiante. Tal vez sea hora de que decida
entre los estudios o el patinaje”. Habló con sus padres (él, militar en la base de helicópteros de Colmenar Viejo,
y ella, empleada de Correos) y les soltó: “Quiero dejar de estudiar”.
La frase no causó conmoción porque quizá todos en casa sabían que tarde o
temprano eso ocurriría.
Javier dijo adiós a la ESO y se fue a Jaca. En ese sitio aragonés,
rodeado por los Pirineos y por jóvenes patinadores de otras partes del
mundo, afianzó su destreza en saltos y piruetas. Luego lo seleccionaron
para un curso en Andorra y ahí deslumbró al expatinador y ahora
entrenador ruso Nikolái Morozov. “Si quieres, puedes seguir preparándote
conmigo”, le dijo, “pero para ello tendrías que irte a Nueva Jersey
[Estados Unidos]”. Sin dudarlo, lleno de ilusiones, Javier le dijo que
sí. “Ya había cumplido 17 años y mis padres apoyaron mi decisión. Sabía
que estarían de acuerdo. Era el gran salto que debía dar en ese
momento”.
El chico no viajó solo a Nueva Jersey. Se fue acompañado por el
entrenador español Mikel García, asistente de Morozov. Pero iba a vivir
solo. Alquiló un pequeño apartamento sin muebles. Fue a Ikea y compró
una cama. Era de noche cuando empezó a armarla y no había luz eléctrica.
Encendió unas velas y al terminar de armarla se dio cuenta de que le
habían sobrado algunas piezas. Miró a su alrededor, no pudo evitar
sentirse el más solo del mundo y se preguntó a sí mismo en qué momento
se había metido en ese embrollo. Pero en el fondo sabía que para
triunfar tenía que irse de España, porque aquí hay más playas que pistas
de hielo. Sabía que tenía a uno de los mejores entrenadores del mundo. Y
sabía, sobre todo, que podía llegar muy lejos.
Las cosas, sin embargo, se complicaron cuando los viajes comenzaron a
parecerle excesivos a Javier. De Estados Unidos iba a Estonia y de ahí a
Andorra. Luego a Italia y poco después a Rusia, donde permaneció cerca
de un año y sintió que su entrenador ya no le ponía tanta atención como
antes. “Ese estilo de vida, con tantos viajes, no era para mí. Es verdad
que la separación con Nikolái no fue muy buena, él no se lo tomó muy
bien… Al final, entre la federación y yo buscamos un nuevo entrenador. Y
lo encontramos en Toronto”.
El patinaje artístico
sobre hielo es la suma de pasos, piruetas, giros, saltos y acrobacias.
Lo más difícil de hacer en la pista es un giro cuádruple, y Javier
Fernández es uno de los pocos a nivel mundial que logran bordarlos. “No
es nada fácil, pero por alguna razón puedo. Y no me mareo”, dice con
orgullo. Quizá la razón a la que se refiere sea el resultado de los
entrenamientos intensos que realiza. “Son dos o tres al día, de una hora
y cuarto cada uno. Son duros, no paramos. Pueden parecer pocas horas,
pero son de mucha calidad”. Durante esas tres horas trabaja el
fortalecimiento de la espalda, los hombros, el abdomen y las piernas.
También el equilibrio, la coordinación, la flexibilidad y la expresión
corporal.
Desde hace dos años entrena en el Cricket Skating & Curling Club de Toronto
bajo las indicaciones de Brian Orser, estrella del patinaje artístico
en los ochenta (campeón mundial y medallista olímpico). Javier es el
único hispano entre sus alumnos y, pocos días después de llegar a ese
centro deportivo, se emocionó al ver que habían colgado la bandera de
España en un extremo de la pista. Brian Orser dirige y corrige
cuestiones técnicas, como los saltos. Tracy Wilson, su asistente, el
patinaje básico. Y David Wilson monta las coreografías.
Dejar Nueva Jersey para mudarse a Toronto con su nuevo entrenador
implicó soportar inviernos muy duros (“este año hemos rozado los 17
grados bajo cero. ¡Y yo iba abrigado como una cebolla!”) y vivir, una
vez más, cerca de la pista, pero lejos de España, la familia y los
amigos de siempre. Su apartamento tiene solo una habitación, con una
cama “de dos metros por dos metros”. El salón y la cocina constituyen
una sola pieza, y el suelo es de madera. “No limpio la casa todos los
días, pero sí lo suficiente para abrir la puerta y no tener dificultades
para encontrar la cama”, aclara Javier. Lava y plancha por obligación y
no por gusto. Cocinar, en cambio, es algo que le encanta. “Aprendí
desde pequeño porque pasaba mucho tiempo con mi madre mirando y
ayudando. Me sale muy bien la tortilla o la pasta o unos filetes”. Se
levanta a eso de las ocho de la mañana. Desayuna un vaso de zumo o un
café (“siempre me dicen que debo desayunar más, pero…”). Se va en bici o
andando a entrenar. Come en el restaurante de la pista y asegura que no
sigue una dieta específica. Si tiene la tarde libre, se va a dar una
vuelta con su novia o juega un rato con la consola. También le gusta
escuchar música, “sobre todo country, pop, tecno y house”. Cena lo que
tenga en la nevera o, si está muy cansado, pide una pizza (“me tengo que
acostar con la tripa llena porque si no, no duermo”).
Desde hace unos meses tiene una gata. Se llama Effie y es un regalo de su novia, la también patinadora canadiense Cortney Mansour.
Javier y Cortney se conocieron en Letonia, comenzaron a llevarse muy
bien y al poco tiempo ya eran novios. No viven juntos, pero sí muy
cerca, y entrenan en el mismo sitio. Llevan año y medio de noviazgo.
Javier le cuenta a su familia cosas como estas a través de Skype. Sus
padres y su hermana suelen ir a visitarlo por lo menos una vez al año, y
él viene a España un par de veces en ese periodo.
Para entrenar y competir se quita sus gafas de miope (“tengo unas
cuatro dioptrías”) y se pone lentillas. Entonces, ya en la pista, entra
en una nueva dimensión. Porque, dice, “patinar es como si nadaras en una
superficie espesa”. Y abandona esa superficie muy cansado. “Es que nos
metemos al hielo y no paramos. Tú estás sobre él en dos cuchillas, en
una cuchilla, y las piernas se encuentran en tensión. Es un deporte tan
específico que con cualquier cosa que descuides te puedes caer”. Él, por
fortuna, no ha tenido ninguna lesión grave. No ha pasado de “caídas muy
fuertes”.
Elegir el repertorio musical para una de sus coreografías es asunto
del entrenador, de él mismo y, desde luego, del coreógrafo. Los tres
optan con frecuencia por la banda sonora de alguna película. Hasta el
momento, en su lista figuran temas de Misión imposible, El padrino, Matrix, Piratas del Caribe o La máscara del Zorro.
Empiezan a ensayar y el baile queda montado, más o menos, en un par de
semanas. Enseguida, basados en la coreografía y la música, se diseña y
elabora el vestuario que ha de usar Javier. “Cada traje suele costar
entre 1.000 y 1.500 euros”.
Con gastos así, llegar a fin de mes tiene sus dificultades. “Este es
un deporte muy caro”, subraya la estrella emergente del patinaje. “Y más
si entrenas fuera de España. Yo me mantengo gracias a las becas, los
premios de las competiciones y las exhibiciones que hago alrededor del
mundo. Los patines cuestan unos 900 euros. Además, hay que mandarlos a
afilar cada cierto tiempo y comprar unas cubiertas de plástico para
protegerlos al caminar fuera de la pista. Hay que adquirir el vestuario y
pagarle al entrenador y al coreógrafo y solventar mis gastos para vivir
(alquiler, comida y transporte). La federación también me ayuda, pero
si yo tuviese que pagar absolutamente todo, por lo menos necesitaría
tener alrededor de… unos 3.000 euros mensuales, que es bastante dinero”.
Todos estos esfuerzos se han visto recompensados por las posiciones
alcanzadas. Cuando los jueces de las competiciones internacionales
estaban acostumbrados a que los triunfadores fueran muchachos de Estados
Unidos, Canadá, Rusia o China, advirtieron la presencia de un patinador
nuevo, de un país nuevo, al que había que considerar un rival serio.
El pasado mes de enero, Javier Fernández iba a viajar a Croacia para representar a España en el Campeonato Europeo de patinaje artístico
y guardó sus patines en una de sus dos maletas. No podía llevarlos en
su equipaje de mano porque las cuchillas bien afiladas que tienen en la
suela son consideradas un “arma blanca”. El plan era viajar de Toronto a
Francfort y de ahí a Zagreb, sede del torneo. Pero en pleno invierno la
nieve suele interponerse en el funcionamiento de los aeropuertos. Así
que a última hora le dijeron que la escala sería en Múnich. Y al llegar a
esa ciudad alemana tuvo que esperar un día para poder volar a Zagreb.
Dos días después de salir de casa, finalmente, Javier llegó a su
destino. Pero su equipaje no.
La compañía aérea con la que viajaba había dejado sus maletas en
Múnich. “¡Mis patines…!, ¿qué voy a hacer?”, increpó. ¿Comprar otros?
Imposible competir con unos nuevos. Porque es necesario que “se
adapten”, que se ablanden y den confianza a los pies de cada persona.
Así que no le quedó más remedio que esperar. Y esperar significó no
poder entrenar en la pista donde se iba a disputar el campeonato. No fue
hasta una noche antes de su participación cuando tuvo de nuevo los
patines en su poder. “¡No pude entrenar nada más que 45 minutos en la
pista de prácticas!”, recuerda todavía sorprendido.
Más asombrado quedó el público y el jurado cuando, al día siguiente,
derrochó gracia, embrujo, sensibilidad y armonía sobre la pista de
hielo. Primero al compás de La máscara del Zorro y luego, con chaleco y
corbata, con sonrisas, “con un par” (como le gritó alguien del público) y
con tres saltos cuádruples, Javier Fernández rindió un homenaje al cómico Charles Chaplin
y ganó así, por primera vez en la historia del patinaje español, el oro
europeo. El público lo ovacionó de pie, sus rivales le hicieron
reverencias y, mientras se escuchaba el himno de su país, las cámaras de
televisión enfocaban en lo alto del podio a un chico orgulloso con la
medalla dorada en el cuello, la bandera de España en los hombros, un
ramo de flores en las manos y el triunfo en la mirada.
Su trayectoria ha ido en claro ascenso. En 2007, cuando participó por
primera vez en un campeonato europeo, fue el número 28. Este 2013 ha
sido el número uno. En 2007 era el 35 mejor del mundo, hoy es el
tercero. Espera triunfar en los próximos Juegos Olímpicos de Invierno. Serán en febrero de 2014, en Sochi (Rusia).
En los de Vancouver 2010 quedó en la posición número 14, pero era la
primera vez desde 1956 que un patinador español participaba en la
competición de patinaje artístico masculino en los Juegos Olímpicos de
Invierno.
Carme Nadeu, secretaria técnica de la Federación Española de Deportes
de Hielo, dice que España nunca había estado tan bien posicionada en
este deporte como ahora. “No habíamos tenido un campeón como Javier. En
todo el país hay alrededor de 12 chicos que compiten en el Campeonato de
España y algunos nos representan en los torneos internacionales y pasan
las preclasificaciones. Pero lo que ha hecho Javier es lo máximo”.
Sin embargo, él no sabe con certeza si participará en los Juegos
Olímpicos invernales de 2018. Porque para ese año quizá ya esté alejado
de las pistas. “Es que un patinador suele retirarse a los 26 años, más o
menos. Es un deporte que en el momento en que tu cuerpo ya no da el
cien por cien no vas a hacer nada. Porque vas a tener a muchas personas
detrás, que son jóvenes y van a hacer más que tú, que… ¿para qué sigues?
Ya no. Pero cuando me retire espero ser entrenador. Y de los buenos”.
Mientras tanto continuará en su progresión firme y constante. Y
esforzándose por atraer más aficionados a este deporte con actuaciones
como con la que cerró el Mundial de patinaje artístico en marzo pasado.
Tras obtener la medalla de bronce, saltó a la pista con una grabadora
dispuesto a dar una clase de aerobic. Luego se quitó el pantalón y la
sudadera y se transformó en “Superjavi”. Besó sus músculos y simuló
volar con una capa roja. Él sonreía y el público aplaudía. Con su 1,73
de altura y sus 63 kilos de peso, fijaba sus pupilas en todos y en
nadie. Al vacío. Su energía flotaba en el aire y, ante sus piruetas, sus
seguidores coreaban con efusividad: “¡Javi, Javi, Javi!”. Porque a
veces la pasión es un chico en patines sobre una pista de hielo.
Noticia: http://elpais.com/elpais/2013/08/06/eps/1375791493_085464.html
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